martes, mayo 15, 2007

EL CASO PETRITXOL

La tesis me ha permitido recordar, qué extraño, que mucho antes de querer ser filóloga, escritora o pintora, soñaba en convertirme en detective privado. En mis delirios infantiles me imaginaba en un enorme despacho lleno de álbumes con fotografías de sospechosos, libros, archivos y cajas llenas de pistas y herramientas; aguzando el oído, alerta ante lo que pudiera ocurrir, recorriendo calles enfundada en una gabardina oscura, sombrero y gafas ahumadas, pasando largos ratos de espera agazapada y atando cabos al final de la jornada en un café apartado del centro. Todo vino, creo, gracias a un librito para niños que teníamos en casa –¡lo que daría por recuperarlo o recordar su título!- en el que se explicaba el oficio con todo tipo de informaciones y trucos para llevar a término una pesquisa. A falta de clientes me busqué mi propio caso y empecé a andar tras la pista de un merodeador barbudo que rondaba mi casa. En un cuaderno tracé su retrato-robot y escribí detalles sobre su indumentaria, vehículo y las horas en las que aparecía; hasta le apodé con un nombre cazado al azar, "Petritxol", cuando ignoraba que así se llamaba la recóndita callejuela barcelonesa a la que uno llega guiado por su poderoso aroma a chocolate deshecho y pastas calientes. Lo único que temía era el momento de echar el guante al criminal, pero libre de complejos feministas decidí que de esa parte se ocuparía mi hermano, compañero de juegos y socio del proyectado gabinete. Un día "Petritxol" desapareció y no tuve más remedio que enrolarme en el mundo novelesco de la mano de célebres inspectores -Holmes, Poirot, Maigret- y enamorarme de los héroes que protagonizaban novelas de peligrosos contrabandistas, robos y asesinatos que sucedían en mansiones inglesas a lo Gosford Park mientras se celebraban fiestas y se fumaba tabaco de rapé y pipa. Nunca más me interesó la novela policíaca, pero últimamente me da la sensación de haber recuperado aquel entusiasmo inicial del caso "Petritxol". Sigo pistas, recojo apuntes dispersos que luego he de hilvanar, paseo entre notas al pie, recorro hemerotecas en busca de un hallazgo que arroje luz a mi modesto caso y saboreo la búsqueda -a veces costosa- con una mezcla de ingenuidad, alegría y misterio. Esta vez también me he servido de un librito; lo descubrí en casa de AnaCó. En él he encontrado huellas muy útiles y experiencias alentadoras:
No había en él ni principio, ni medio, ni fin. Solamente había ante él una amplia materia caótica, cuyas formas se vislumbraban vagamente en la niebla. A medida que algunas partes destacaban de las tinieblas, anotaba rápidamente sus contornos. A menudo, indicaciones breves, una palabra, un rasgo fugaz, un relámpago más que un pensamiento, un signo que señalaba que había que buscar por ese lado; de tarde en tarde alguna indicación precisa, y aquí y allá, como en las cacerías, una rama rota para encarrilarnos de nuevo, una promesa de retorno.
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Lo principal es hacer lo que aconsejaba el viejo Eclesiástico: darse alegría en el trabajo, hacer gozar al alma en medio del trabajo.
(Jean Guitton: El trabajo intelectual, Rialp. 2005, pp. 60 y 155)