sábado, febrero 24, 2007

LA COSTILLA DE ADÁN

Decidme, ¿cómo es posible que en pleno siglo XXI no hayan llegado a mi casa los nuevos roles de la sociedad postmoderna? Creo que lo más moderno que tenemos es la paridad –cuatro hermanas y cuatro hermanos-, y aquí el mérito no es del gobierno, cuidado. Con tanta revolución feminista no deja de sorprender que las madres sigan ejerciendo de mensajeras diplomáticas, palomas que transmiten a sus esposos propuestas arriesgadas, dulcificándolas por el camino, para que éstos, aun siendo extremadamente cerriles, acaben aceptándolas. Así sucedía cuando queríamos salir por la noche, y aún ahora, cuando la pequeña, de diecisiete años, ha de pedir permiso porque se ha montado un sospechoso plan de "estudio intensivo" con todas las amigas. Estas situaciones me hacen pensar siempre en el papel que hace Katharine Hepburn en Adivina quién viene esta noche, con qué delicadeza trata de mediar entre la pareja de risueños enamorados y la terquedad absurda de Spencer Tracy. Pienso, incluso, que el moderno Feijoo hubiera aprovechado esta película como ejemplo cuando se puso en el "grave empeño" de defender a las mujeres:
Diríase que la docilidad de las mujeres declina muchas veces a ligereza; y yo respondo, que la constancia de los hombres degenera muchas veces en terquedad. Confieso que la firmeza en el buen propósito es autora de grandes bienes, pero no se me puede negar que la obstinación en el malo es causa de grandes males.
(Benito Jerónimo Feijoo: "Defensa de la mujer", Discurso XVI, Teatro crítico universal, 1726-1740)
Además, como en el cine en blanco y negro, creo que las esposas siguen siendo expertas en intuir cuándo el marido está preocupado por algo, aunque éste no haya pronunciado ni una palabra. Y todavía saben elegir las corbatas que quedan mejor con uno u otro traje y qué zapatos convienen en cada ocasión; por eso ellos solicitan la supervisión femenina cuando no están seguros, que es muy a menudo, de si esta camisa de rayas pega con un pantalón de pana, o cuando no logran ver la diferencia entre el gris pizarra y el verde cobalto o lo que es peor, entre el azul marino y el negro. Será que hay cosas que no cambian, por mucho que nos vendan series de mujeres liberadas y de hombres autosuficientes que se bastan y se sobran porque pisan el asfalto de Nueva York con gafas de sol extragrandes y lucen un traje impoluto que ha elegido su asesora personal (por lo visto los empresarios VIP ahora pagan millonadas por ese tradicional servicio casero). O simplemente que en mi casa nos quedamos con algunos de aquellos motivos que daba Diego de San Pedro por allá en el siglo XV en favor de la sensibilidad y el consejo maternal-femenino.Y así de reaccionarios resultamos, ¡ay!, con razón:
La dezena [razón] es por el buen consejo que siempre nos dan, que a las veces acaece hallar en su presto acordar lo que a nosotros cumple largo estudio y diligencia buscamos. Son sus consejos pacíficos sin ningún escándalo, quitan muchas muertes, conservan las paces, refrenan la ira y aplacan la saña. Siempre es muy sano su parecer.
[...]
La razón dieciséis es porque nos hazen ser galanes: por ellas nos desvelamos en el vestir, por ellas estudiamos en el traer, por ellas nos ataviamos de manera que ponemos por industria en nuestras personas la buena disposición que naturaleza a algunos negó. Por artificio se enderezan los cuerpos, pidiendo las ropas con agudeza, y por el mismo se pone cabello donde fallece, y se adelgazan o engordan las piernas si conviene hazello; por las mugeres se inventan los galanes entretales, las discretas bordaduras, las nuevas invenciones; de grandes bienes por cierto son causa.
(Diego de San Pedro, Cárcel de amor, 1492)

viernes, febrero 16, 2007

CABALLO DE CARTÓN

Ironías de la vida, justo después de acabar de corregir exámenes, al poco de colgar mi entrada sobre Gracián en la que me recreaba en mi gozosa parsimonia, mientras me deleitaba pensando en el cuatrimestre que se abría libre y anchuroso para complacer a doña Tesis, me cayeron unas sustituciones de dos semanas a preparar en tiempo record. Quejarme, no me podía quejar de las preciosas asignaturas, pero sí de que precisamente por ello eran más difíciles y comprometidas: “Poesía española del siglo XX” y “Modernismo en España”. La segunda la salvé fácilmente con un recorrido por las revistas literarias de la época; la primera me costó Dios y ayuda, aturdida por múltiples dilemas: ¿Acudir a las antologías, a los manuales y estudios críticos, o seleccionar poetas y poemas a mi gusto?. Intenté compaginar ambas opciones a sabiendas de que se explica mejor cuando se participa o se disfruta de la materia. Pero en esos casos da más miedo meter la pata y destrozarlo todo; aunque los alumnos no lo adviertan, tú sí, y si no sale bien se te queda un sabor amargo de falsedad y traición. Hice lo que pude y, por supuesto, no me metí en la espesura contemporánea donde tantos críticos deambulan sin norte entre generaciones novísimas y tendencias experimentales, culturalistas, neosurrealistas y hasta ¿supragarcilasistas?, por no hablar del realismo sucio de los ’95, que a mí me recuerda a algunas imágenes de Arco ’07. No se me enfaden los jóvenes poetas andaluces (cuya obra, junto con la de Miguel d'Ors, la prefiero entre muchas) por no promocionarlos en el aula: quiero guardar sus poemas todavía un tiempo entre mis manos, bajo el rincón íntimo de la luz de mi mesilla, pasear largas horas con ellos en las mañanas de jardín; esto es, vivirlos y reposarlos antes para comentarlos cómo se merecen desde la distancia y la experiencia que, desde luego, aún me falta. Por eso les serví poemas de Juan Ramón Jiménez, Dámaso Alonso y Luis Rosales. Es cierto, digamos que opté por la prudencia, "una vaga prudencia de caballo de cartón en el baño" que me he reprochado esta misma tarde, mientras revisaba las fotocopias que había repartido durante la semana:

AUTOBIOGRAFÍA

Como el náufrago metódico que contase las olas que le bastan para morir,
y las contase, y las volviese a contar, para evitar errores,
hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño, y le besa y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de caballo de cartón en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.
(Luis ROSALES, Rimas, 1951)

Poema -vivido y revivido- que me ha trasladado a otro que escribí yo hace algunos años, mecida más o menos por el mismo presagio trágico. Por aquel entonces fabulaba la historia de alguien que siempre estuvo preocupado en muchas cosas, dejándose a las importantes por el camino. Al final se quedó con las manos vacías, como un tonto, al pie del andén desierto. Sin prudencia ni recato os lo dejo también aquí:

EL JINETE EN LA ESTACIÓN
"porque en amor locura es lo sensato"
(Antonio Machado)

Suena un silbido agudo. Es el tren
que pasa relinchando, luciendo largas crines
de humo. Pronto el túnel engullirá
el galopar. Dejarán de centellear las vías.
Un jinete corre, corre hacia el andén, desierto.
Casi toda la tarde limpiando sus pistolas.
Abrillantando con cera la montura.
Practicando en el aire con las riendas.
Casi toda su vida. Y no haber entendido
el consejo del maquinista jubilado:
-¡Atento, joven!- le hubo advertido-
a esta estación a veces llegan
hermosos corceles desbocados.

[Tarragona, otoño del 2000]

viernes, febrero 09, 2007

VOCES VOLADORAS

Aunque amante del pensar solitario y, si es posible, lejos del ruido mundanal, siempre estuve de acuerdo con el cantar machadiano: En mi soledad/ he visto cosas muy claras,/ que no son verdad. La charla y los ojos del amigo tras el café humeante pueden derribar los espejos opacos en los que a veces nos perdemos, tropezando con nuestra propia sombra. El rostro de facciones y gestos aprendidos que de pronto nos sorprende con un matiz diferente, con un imprevisible arranque de alegría o de ternura. El otro lanza una moneda al aire y…¡voilà!, descubrimos una cara de la realidad que jamás habíamos sospechado en una larguísima duermevela, ni en todos nuestros líricos paseos por parques viejos y atardecidos. Y nuestro interlocutor nos cautiva, con todas esas palabras que brotan bajo el estimulante desafío de desempolvar ideas adormiladas y ofrecérnoslas transparentes y lúcidas, incluso por el puro afán de divertirnos. Pero cualquier día, en cualquier esquina, pensamos en la fragilidad de la vida y en la fortuna que sentimos al caminar al lado de aquella persona. Entonces deseamos pronunciar una frase, sencilla y auténtica, tocada de alma, como diría Juan Ramón. Pero esas pocas palabras se encogen antes de llegar al andén y se echan atrás, paso a paso, con sigilo. Al final llega la hora, silba el tren y otras palabras ruidosas llenan los amplios vagones. Luego sentimos como los puntos suspensivos se prolongan con ademán suplicante, se nos agarran al abrigo y estiran hasta hacernos retroceder. Con tristeza, recordamos al protagonista de Señora de rojo sobre fondo gris, cuando lamenta no haber dicho a tiempo a su mujer cuánto la amaba, cuán necesaria le era, y concluye que "la vida sería más llevadera si dispusiéramos de una segunda oportunidad". Pero por hoy ya es tarde: el teléfono ahogó tu voz en un pitido agudo; arrancó el motor del coche y tras la ventanilla no oye lo que musitamos desde la acera; al volver la esquina, su imagen se esfumó. Entonces es mejor callar y, al trasluz del aire, tratar de adivinar si lo que dice el poema de Salinas es cierto, que el silencio, para el que vive en amor, no es más que un buscarse trémulo entre dos voces voladoras. Quién sabe.