Ya pasó el día de San Jorge, y con él un torbellino de libros y rosas. Por sincero amor a la ficción y a las tradiciones, cada 23 de abril asisto con gusto al espectáculo efímero y disfruto imaginando que en esta era digitalizada y desenamorada los hombres vuelven a casa no sólo con la barra de pan, sino también con un libro bajo el brazo y que aún existen sensibles caballeros que buscan la mejor flor para su dama. Eso sí, siempre contemplo la escena a una distancia prudente; me acerco lo justo a los puestos, no sea que la carroza se convierta en calabaza antes de las doce: intento no distinguir los títulos sobre los que se abalanzan las gentes, ni fijarme demasiado en las rosas clónicas amontonadas en los cubos de las floristerías. Pero tras el vivir y el soñar, está lo que más importa, despertar. A medianoche viene la melancolía y sufro por todos esos libros que van a ser abandonados; por todos esos jarrones en desahucio hasta el próximo año y por los millares de autores que no fueron incluidos en las listas del magazine dominical y no han podido abrir el apetito de la masa y aliviar así el suyo. A la mañana siguiente todo ha parecido, en efecto, un sueño. Quedan las guirnaldas caídas tras la fiesta: puntos de libro que anuncian próximos best-sellers, pétalos marchitos en el suelo, banderitas ondeando lánguidas en los balcones, estantes a rebosar y pasillos vacíos en las librerías. Al pasear por las calles y toparme -como es habitual- sólo con tres o cuatro personas y con una o dos librerías, me olvido ya de la barahúnda de la jornada anterior, y me entusiasmo al pensar en esa minoría (e)lectora que elige, busca y rebusca en librerías recónditas o en catálogos infinitos de Internet hasta encontrar el libro que sólo una vez oyó y le interesó; libro que compra y lee con fruición aunque su autor jamás pise un plató televisivo ni firme en el Corte Inglés. Claro que este cantar no es nuevo. En los años 40 Pedro Salinas defendía a la minoría lectora y aborrecía tanto a los clubs o sociedades del libro como a las personas que, por comodidad, se privaban del gratuito lujo de elegir sus lecturas:
El fantasmón de siempre, el tiempo, empuja a muchos a olvidarse del derecho y, lo que es más grave, del deber, de tener en activo, ellos mismos, su facultad selectiva, y la abandonan perezosamente. Peligro, éste, de que la sociedad tutora, en lugar de estimular la actividad intelectual, moviéndola a operar por cuenta propia, la embote y la reduzca a un simple aceptar, mensual, automático, lo que han escogido los demás [...] Los intereses creados, entonces, empujan a los seleccionadores a elegir, con el pensamiento puesto no en el mérito puro de las obras en cuestión, sino en las probabilidades de que el gusto público acepte clamorosamente su fallo y el libro lo adquiera la gran mayoría de los abonados.
Así que no deberíamos agobiarnos tanto por el apabullamiento de novedades, listas y cientos de títulos que debemos leer para poder hacer un buen papel en la sociedad, sino por saber elegir, desbrozar, seleccionar, y guardar un poco de tiempo para leer y releer bien esos pocos libros elegidos. Y que eso nos baste:
Lo que conviene es conformarse: conformidad con el tiempo que nos es dado por providencia de Dios, conformidad con esa realidad que se nos impone de no leer en ese trecho temporal más libros que los que en él quepa leer, honda, fecunda y delicadamente. ¿Que no pueden ser muchos? Pues que sean buenos.
(Pedro Salinas: "Defensa de la lectura")