Recuerdo que las pocas veces que caí en cama de niña me gustaba oír el rumor de las voces familiares que venía del fondo del pasillo, el ruido de los platos en la cocina, la tele eclipsada por las carcajadas de mi hermana mayor, la voz grave de mi padre, el taconeo nervioso de mi madre; y me entretenía reconociendo y catalogando todas aquellas frases, gestos, expresiones y ruidos comunes a nuestro particular léxico familiar. Entonces, todo aquel barullo que normalmente me parecía pueril y hasta agobiante, se me volvía extraño y bonito, digno de ser recordado. Estimulada por la fiebre, que siempre me pone trágica, escribí: “Cuando llegue el momento quisiera morir así, oyendo el rumor de voces familiares, los pasos de una hermana que desde su cuarto se acerca al mío, golpea la puerta entreabierta y se asoma con cara de sorna para decirme, sin la menor compasión: '"Chata, estás hecha un pingo…". Me queda el consuelo de que el aforismo de JRJ ampara, en cierto modo, mi absurdo pensamiento:
Hablemos todos y escuchemos, en nuestra corta vida, todo lo que podamos y sobre todo a los que queremos y a los que nos quieren, que cuando estemos muertos, el tiempo infinito, no podremos hablar ni escuchar más.
Y qué no daríamos entonces por decir, por escuchar una palabra querida, una palabra cualquiera.
Y qué no daríamos entonces por decir, por escuchar una palabra querida, una palabra cualquiera.
Años más tarde, atraída por el sugerente título, me hice con Léxico familiar, y como Arp, disfruté muchísimo. Aunque al principio extraña, por la sensación de haber entrado en casa ajena en plena reunión familiar, poco a poco vas conociendo y apreciando el lenguaje inconfundible de los Ginzburg, su particular reconquista de una vida en común hecha de frases y conductas repetidas, ese fondo de palabras y voces tan arraigadas que resiste al paso del tiempo y a la distancia. Lo mejor es, tal vez, que ni el más atento lector podrá descodificar completamente ese lenguaje, a no ser que formara parte de aquella singular familia italiana....
«Somos cinco hermanos. Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos los unos de los otros, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia, nos basta con decir: “No hemos venido a Bérgamo a hacer campamento” o “¿A qué apesta el ácido sulfhídrico?”, para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud, unidas indisolublemente a aquellas frases, a aquellas palabras. Una de aquellas frases o palabras nos haría reconocernos los unos a los otros en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas. Estas frases son nuestro latín, el vocabulario de nuestros días pasados, son como jeroglíficos de los egipcios o de los asirio-babilónicos: el testimonio de un núcleo vital que ya no existe, pero que sobrevive en sus textos, salvados de la furia de las aguas, de la corrosión del tiempo. Esas frases son la base de nuestra unidad familiar, que subsistirá mientras permanezcamos en el mundo, recreándose y resucitando en los puntos más diversos de la tierra.»
[Natalia Ginzburg: Léxico familiar, Lumen, pp. 39-40)