lunes, marzo 26, 2007

LA MUJER Y SU SOMBRA

Últimamente me había parecido observar en mis trayectos en autobús cierta tendencia a la masculinización en buena parte de quinceañeras; no en su apariencia -pues lucen largas melenas con mechas, carmín y pestañas infinitas- sino más bien en su discurso cotidiano, especialmente cuando se refieren a las incipientes relaciones amorosas. Es sabido que las mujeres somos más críticas con nuestras congéneres, y por eso traté de ser justa y fijarme también en el discurso de los chicos: la impresión fue muy parecida, idénticos términos y eso sí, un tono algo más rudo. No digo que tengan que hablar como cursis personajes de novelas rosas ni que sea bueno el bovarismo, pero ya decía Antonio Machado que a las palabras de amor le sienta bien su poquito de exageración, esto es, su pizca de poesía, de lirismo y creación, qué sé yo, incluso les va bien su poquito de silencio, un espacio íntimo y secreto que no sea aireado a voces en el transporte público. En La mujer y su sombra Julián Marías diagnosticó una "crisis de lirismo"que afecta a hombres y a mujeres, y aun más a ellas, noveleras habituadas a ser seducidas por la palabra, a narrar(se) su vida sentimental:
«El amor consiste fundamentalmente en decirse cada uno al otro, forma radical de “darse” personalmente [...] El amor consiste muy principalmente en hablar, y el declive de la conversación lo afecta profundamente. Hace falta lo que solo en algunas épocas existe: un lenguaje amoroso. El amor ha usado siempre –o casi siempre- la seducción por la palabra, principalmente por parte del hombre. La palabra lleva al descubrimiento de un mundo iluminado por el reflejo del amor, y esto suele ser un poderoso vehículo de su realización.»
(Julián Marías: La mujer y su sombra, 1987)
También para Carmen Marín Gaite el que no acierta a contar a otro o a contar a sí mismo una historia de amor, acaba dándose cuenta de que esa historia no ha existido. Por eso lamentaba que la desmitificadora juventud se escabulla de la "retórica amorosa" con el mismo ahínco que sus antepasados ponían en silenciar el acto carnal, y la sustituya por una nueva "retórica del desarraigo".
Y claro, a menudo al bajar del autobús me viene la nostalgia de aquel cantar de Augusto Ferrán que dejé copiado en mi agenda de BUP, para mantenerme a salvo:
Hay cuentos que no son cuentos
y que son una verdad;
escucha si no, morena,
el que te voy a contar.
"Se quisieron una hora:
no se olvidaron jamás..."
una hora es una vida...
es cuento, pero es verdad.

viernes, marzo 02, 2007

POR EL CAMINO

Marzo está aquí, con su viento tibio que se enfría de repente al anochecer y la mimosa en flor esparciendo copos amarillos por el césped del jardín. Un gato anaranjado se asoma entre las rejas, como pidiéndome permiso para entrar. Siempre hace lo mismo y antes de que le conteste ya se ha metido dentro; igualmente le digo que bueno, por ahora pase, pero por la tarde no quiero ni verte. Me gustan muy poco los gatos, sobre todo en la oscuridad, cuando detrás de una farola se nos aparecen sus ojos verdes o grises, bellos, fríos y misteriosos como aquéllos de la leyenda de Bécquer, y se quedan quietos, mirándonos hacia adentro, hasta que consiguen que nos dé un escalofrío y cambiemos de rumbo. Por la mañana es distinto, todo es distinto bajo la luz clara del sol y del cielo. Entonces existen las formas y los colores, pueden dejarse subidas las persianas y las puertas abiertas, no se oye el goteo de un grifo mal cerrado ni el zumbido tétrico de las palmeras, los gatos se vuelven prudentes y al fin nos libramos de esa absurda pesadilla en la que un desconocido nos persigue y no podemos correr, o hemos salido a la calle sin zapatos y no encontramos el camino de regreso a casa.

* * *
Paseo de un lado a otro, nerviosa, intentando organizar los próximos meses de ese horario extraño y anárquico del doctorando en el que unas pocas horas luminosas pueden salvar a todas las demás, obtusas y vacías. Al final me subo a una repisa alta para ver el almendro florido, melena de fresa y nata, de la casa vecina. Me quedo sentada allí arriba, mirándolo todo, el ladrillo, las nubes, la tierra, el almendro. Y pienso que yo no quería estudiar a los escritores, sino leer y ser escritora, para ver las cosas y saber nombrarlas y así quererlas más, y sobre todo intentar que mis lectores también las vieran, las nombraran, las quisieran. Abro el grueso libro que me acompaña, El camino de Miguel Delibes, una bonita edición facsímil del manuscrito, lleno de palabras tachadas y notas añadidas en los márgenes. Pero la primera frase está intacta, perfecta para iniciar o cerrar cualquier novela, precisa para amar esta mañana de marzo a pesar de las dudas, los gatos, el horario: “Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así [...].