viernes, noviembre 24, 2006

DEL PEINADO Y LA PERSONA

Ayer, mientras leía a Julian Marías, recordé una anécdota de la infancia:
Era sábado, jugaba en el jardín con mis hermanos, cuando apareció mi madre por la puerta. Venía, muy guapa, de la peluquería. Pero se la veía demasiado distinta: ella siempre ha llevado media melena, y le habían dejado el pelo mucho más corto y más rubio de lo habitual. Primero nos pusimos a reír como locos, revolcándonos por el césped –qué crueles, a veces, los niños-; después me acerqué a ella, con cara triste, y le dije: “Pero…si pareces…una señora". Ella se quedó un poco extrañada. El caso es que estaba bien, sí, pero no parecía nuestra madre, sino sólo una señora, una más de las que nos cruzábamos a diario por la calle. Durante el día la miré mucho, tratando de descifrar el misterio. Al final, como es lógico, me acostumbré [pero, que yo recuerde, no se ha vuelto a hacer aquel peinado nunca más].

Aquella insignificante crisis —la extrañeza infantil ante el cambio de peinado de mi madre—, hubiera cobrado verdadera importancia de haber afectado a otro ámbito de su persona: a su centro (o sustancia) personal. De haberse visto alterado éste, hubiera tenido la impresión de haberla "perdido", de que había resultado "enajenada". Explica Julián Marías que cuando conocemos de verdad a una persona, es cuando hemos alcanzado su clave, su sustancia (o la falta de ella), su proyecto personal. Así, su "sustancia" o "autenticidad" nos permite verla como una persona única e irreductible, cuyo núcleo confiamos en que permanecerá a pesar de la contingencia, el tiempo y las circunstancias -tan variables- de la vida:

«La persona “insustancial” es aquella cuyo repertorio de posibilidades biográficas es muy pobre, o bien incoherente, menesteroso de justificación y por tanto de inteligibilidad. Ante la persona insustancial no podemos saber a qué atenernos, porque ella misma no lo sabe. Por el contrario, ante otras, de las que podemos ignorar casi todo, tenemos la impresión de haber alcanzado su centro personal, del que brotan los actos, y ese contacto nos da la posibilidad de “habitarla” —o, a la inversa, ser “habitado” por ella—; es decir, la interpenetración en que consiste la forma suprema de convivencia y compañía. Esta es tanto más rica cuanto mayor es la “sustancia” de la persona, es decir, su grado de realidad [...] Por eso, la confianza que se tiene en una persona tiene siempre el carácter de "apuesta": se pone a una carta, con la conciencia de que se puede perder; pero con la convicción de que esa confianza no será defraudada [...]»
(Julián Marías: Persona)
[*nota: sí, aunque parezca mentira la de la foto es ¡Audrey Hepburn!...en la peluquería]

viernes, noviembre 17, 2006

ZENOBIA Y JUAN RAMÓN, VERSOS Y FLORES

¿A qué mujer no le gusta que le escriban versos o le regalen flores? Sin ánimo de ponerme tajante -con los tiempos que corren- matizo: seguro que algunas aborrecen que se les presente el chico con un ramillete de violetas, escena que les sonará a antigua, a película en blanco y negro de Frank Capra (con lo que a mí me gustan) o a la tan discutida canción de Cecilia. Pero lo de los versos, ah, me cuesta tanto creer que alguien no los reciba con emoción, sobre todo si hablan de las tres heridas universales. Y si se siguen escribiendo después, mucho después del periodo de "conquista", el mérito ya es enorme. Incluso ni siquiera importa que no hayan sido compuestos por el sujeto en cuestión: a muchos les tocó la lotería cuando el cartero de Neruda nos medio-convenció de que la poesía no es de quien la escribe, sino de quien la necesita.
Mi tesis se vio confirmada al leer los Diarios de Zenobia, que recogen aquellas horas tristes y dolorosas del exilio americano junto a Juan Ramón Jiménez.
Se sabe que el genial poeta fue un hombre muy difícil en su vida familiar. Constantes depresiones, miedo patológico a la muerte (que obligaba al matrimonio a viajar siempre con un médico), neurastenia, insociabilidad, egoísmo infantil, "olores imaginarios", enfermiza dependencia de su esposa y una obsesiva "alergia" a los ruidos, no sólo a las molestas bocinas y al alboroto de la calle:
«J.R empezó a quejarse constantemente del ruido que se oía cada vez que yo trataba de volver la página del periódico, lo que hacía con el mayor cuidado
(martes, 12 de marzo de 1940)
Si a eso le añadimos su total ineptitud para la realización de tareas prácticas e indispensables, como preocuparse por la economía doméstica, una mujer del siglo XXI se pregunta cómo pudo soportar la pobre Zenobia. Imagino diversas razones. Entre las primeras, su amor, su capacidad de entrega y su misa diaria (le haría falta mucha ayuda de Dios, sin duda); entre las segundas, que Juan Ramón, además de lunático, era poeta y era sensible. El muy astuto, cuando advertía que Zenobia estaba llegando al borde de la desesperación, le entregaba versos, flores:
«Hoy JR me ha dado una gran alegría. Ayer la empezó cuando me dijo: “Mañana quiero ir contigo a comprarte unos claveles por tu día”. Me abalancé a abrazarlo diciéndole: “Lo de menos son las flores, lo que más alegría me da es que salgas conmigo”». (30 de agosto de 1952)

« “¡Vida de mi vida/ Zenobia del alma/ qué bonita eres/ lucero del alba!”. Esto me lo canturreó J.R. esta tarde, y yo le dije que me parecía imposible que la gente se vendiera por joyas cuando lo más precioso del mundo no costaba nada» (4 de octubre de 1955).

«Esta noche J.R me ha dicho una copla popular tan linda, que tengo que apuntarla, por mucho que me oponga a las ideas dramáticas de J.R. Dice así:

Cuando yo esté en la agonía
Siéntate a mi cabecera
Pon en tu mano la mía
Y puede que no me muera

(8 de octubre de 1955)

Y la mujer del poeta recuperaba -al menos por unos instantes- la sonrisa y la esperanza. Porque Zenobia era lista, fuerte e independiente, como debe ser, pero también era una dama. Y una dama es una dama.

martes, noviembre 07, 2006

¿TIENES ALGO QUE CONTAR?

Hubo un tiempo en el que escribía Diario. Primero aquellos pequeños tan cursis con candado y letras doradas -regalo muy socorrido para una niña de nueve años-, luego voluminosos cuadernos de portadas decoradas con collages algo estrambóticos, muy personales -como se exige toda quinceañera- en los que combinaba distintos tipos de letras de revistas para formular la pregunta ¿TieNes AlgO Que cOntaR?”. (De ahí mi entusiasmo cuando cayeron en mis manos los hermosos Cuadernos de todo de Carmen Martín Gaite y su montón de collages neoyorquinos). En el interior prodigaba dibujos, poemas de amor que todavía no entendía, y palabras, muchas palabras alborotadas con emociones ingenuas, desde la furiosa rabia ante la regañina paterna hasta la incontenible alegría cuando, tras una semana de lluvia, había salido el sol y al fin, borrados los charcos, podía salir a patinar con mi amiga. Un buen día pensé que ya tenía almacenadas demasiadas libretas y que ya no quedaban lugares en mi habitación donde esconderlas : “Los Diarios no pueden ser leídos por nadie más que el que lo escribe. Regla nº 1”. Así que poco a poco, fui abandonando aquella primera persona, por falta de “rincones secretos”.
Para mi desconcierto, uno de los primeros días de clase en la Universidad un profesor nos advirtió que "Los escritores escriben su diario sabiendo que será encontrado y publicado a su muerte, tenedlo siempre en cuenta”.
"Ahora sí que es seguro que yo no iba para escritora, si sólo estaba preocupada por cuál sería el mejor escondrijo para mis cuadernos", pensé. Pero me acordé muchas veces de aquellas palabras, por ejemplo, al abrir el diario de Cesare Pavese. En el prólogo de Natalia Ginzburg e Italo Calvino se hace la misma Advertencia:
"Sus amigos conocían desde hacía mucho tiempo la existencia del diario de Pavese, y a algunos de ellos les había expresado el deseo de que fuese impreso después de su muerte".
El escritor que construye un Diario se convierte en su propio personaje, se novela a sí mismo y, sin pudor alguno, desea ofrecer también esa vida que, rozada con la varita mágica de la literatura ya no es "vida" a secas. También Pavese se preguntaba a sí mismo, como yo hacía en la adolescencia: "¿Tienes algo que contar?", de ahí la escueta respuesta que nos da el 25 de abril de 1936, en una sola línea:
"Hoy, nada"
Y de ahí, supongo, esa declaración -y la sangre fría- con la que el escritor italiano quiso fundir, trágicamente, literatura y vida, a través de las últimas palabras de su diario, tan conocidas, poco antes de suicidarse en el Hotel Roma de Turín , el 27 de agosto de 1950:
"Todo esto da asco./ No palabras. Un gesto. No escribiré más."
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