domingo, julio 30, 2006

LOS ZAPATOS ROTOS

Siguiendo el rastro de la entrada veraniega sobre el bien difusivo provocado por las sandalias doradas que se compró Leonor y (nos) gustaron a todos, incluso a él, a Enrique (aunque lo dijo un poco tarde, y nosotras, qué malas, ya sospechábamos lo peor…), hoy os presento a mis sandalias, blancas, abandonadas en la orilla.

El mejor momento de un paseo por la playa es la llegada: contemplar la inmensidad del mar y descalzarnos, casi al mismo tiempo. Dos actos mínimos que nos hacen sentir como niños, inexplicablemente liberados y gozosos...
Corremos a "probar" el agua con nuestros pies desnudos y, sólo entonces, nos zambullimos, en un salto alegre. Al salir alzamos montañas de arena, perezosamente, con los pies mojados. Olvidados del tiempo y del deber. Luego nos volvemos responsables; sabemos que hay que regresar a casa -tenemos tantas cosas qué hacer- y sabemos que lo correcto es llevar sandalias, a ser posible, impecables. Nos secamos cuidadosamente y volvemos a calzarnos, vigilando que no se queden pegados los granitos de arena húmeda. Pero ya no somos niños, porque a los niños nada de eso les importa. Irían descalzos siempre, aunque se ensucien, se enfríen, o se hagan daño con el canto de las piedras. Por eso las madres han de correr tras ellos todo el día con los diminutos zapatitos en la mano, atentas a un despiste, para enfundar sus delicados pies sonrosados. Y los niños huyen, vuelan, porque no quieren intermediarios ni artificios entre la tierra y su paso; su inconsciente felicidad no conoce calzados, ni manchas, ni relojes.
Recuerdo un bonito cuento de Natalia Ginzburg, protagonizado por una madre, algo bohemia, que está lejos de su hogar. Sólo por eso puede permitirse llevar los zapatos rotos. Porque a ella ese detalle no le parece esencial: en su juventud sólo tenía un par de zapatos y "cuando llovía los notaba romperse lentamente, hacerse blandos e informes, y sentía el frío del empedrado bajo las plantas de los pies". Sin embargo, sabe que a su regreso, para no disgustar a su familia se comprará zapatos nuevos; sabe que, por encima de todo, deberá proteger los pies frágiles de sus hijos...
"Mi madre se ocupará de mí, me impedirá utilizar alfileres en lugar de botones, y escribir hasta altas horas de la madrugada. Yo, a mi vez, me ocuparé de mis hijos, venciendo la tentación de mandarlo todo a paseo. Volveré a ser seria y maternal, como me ocurre siempre cuando estoy con ellos, una persona distinta de la que soy ahora [...] Miraré el reloj y llevaré la cuenta de las horas, vigilante y atenta a todo, y me preocuparé de que mis hijos tengan siempre los pies secos y calientes, porque sé que así debe ser, si se puede, al menos en la infancia. Es más, tal vez, para aprender después a caminar con los zapatos rotos, sea conveniente tener los pies secos y calientes cuando se es niño".
(Natalia GINZBURG: "Los zapatos rotos")

martes, julio 25, 2006

FRIVOLIDAD A LA CARTA


Qué le voy a hacer. Siempre me han gustado esas películas donde aparecen lujosas mansiones con jardines y sendas, escenarios de paseos y declaraciones de amor en verso (como en Les liaisions dangereuses o en Mucho ruido y pocas nueces) y de espléndidas fiestas como las de Gatsby en Long Island , evocadas poéticamente por Jesús Beades:
En la mansión de Gatsby lucen altas
las horas de la fiesta. Por el ancho sendero
de pinos y geranios, faros limpios, relucientes
doncellas, las risas teñidas, los curiosos.
Y todos invitados. En el amplio jardín,
bandejas, impolutos manteles, candelabros,
voces que se funden, tibios besos .
[...]
Y cómo no recordar aquella piscina iluminada donde acaban El Guateque Peter Sellers y Cía; el rincón umbroso donde una chica puede dar, a gusto, una bofetada al galán indiscreto; el árbol alto desde donde Audrey Hepburn (en Sabrina) otea el brillo engañoso de las miradas y el bullicio del baile, los vestidos de gala y los movimientos del bronceado William Holden; o las veladas en el palco de un majestuoso teatro donde es el abanico de la dama quien promete una cita a su cortejo (“ahora no”, “mejor mañana, a las cuatro”...), complacido éste en descifrar el código de su pícara amante y entregado en cuerpo y alma a la difícil tarea de entretenerla...
Penosa frivolidad a la que se abandonaba la alta sociedad, insatisfecha de puro aburrimiento.

Como no hay nada nuevo bajo el sol, todo esto sigue existiendo, en las películas, en las canciones de moda y en la palpable realidad. Pero ahora está en todas partes, y lo que es peor, a la carta. Sin embargo en esta nueva frivolidad moderna, ecléctica y democrática, ya no encuentro ni siquiera placer visual estético, ni el más mínimo ejercicio de ingenio verbal. Las risas artificiales y la insustancialidad de las conversaciones son idénticas a aquéllas, pero el marco ya no es tan elegante ni las insinuaciones son mínimamente sugerentes. En verano la costa se convierte en testigo de una frivolidad en chanclas, garrafón y carne asada en ristre; rumor de balbuceos soeces y pastosos; insulsos flirteos en macrodiscotecas donde nadie conoce a nadie (como en las fiestas de Gatsby); todos revueltos pisando la dudosa luz de los potentes faros "tunning"; rodeados, a lo sumo, de relucientes palmeras y flores de plástico.

Porque todo es igual y es distinto,
a lo que constataba, en una de esas fiestas hermosas de época Charles de Vandenesse, astuto y sensible observador, el único invitado realmente "distinguido", a mi modo de ver:

"He aquí las mujeres más elegantes, más ricas y más linajudas de París. Aquí están las celebridades del día, los famosos de los tribunales, famosos aristócratas y literatos: ahí, los artistas, allá los poderosos. Y, sin embargo, sólo veo menudas intrigas, amores muertos antes de nacer, sonrisas que nada dicen, desprecios sin causa, miradas sin fuego, mucho ingenio, pero derrochado en nada. Todos estos rostros blancos y sonrosados buscan más la distracción que el placer. No hay ninguna emoción que sea verdadera. Si queréis sólo plumas bien colocadas, tules etéreos, bellos vestidos, mujeres frágiles; si para vosotros la vida es sólo una superficie que se roza, éste es vuestro mundo. Conformaos con esas frases insignificantes, estas muecas encantadoras, y no pidáis sentimiento en los corazones. En cuanto a mí, siento horror por esas sosas intrigas que terminarán en matrimonios, subprefecturas, ingresos, o, si se trata de amor, en arreglos secretos, tanta es la vergüenza que inspira un simulacro de pasión. No veo ni uno solo de esos rostros elocuentes que anuncian un alma entregada a una idea o a un remordimiento."

(BALZAC, La mujer de treinta años)

lunes, julio 17, 2006

LA NOCHE Y LOS LADRONES

La oleada de robos nocturnos en los chalés ha traído una psicosis general de la que yo misma he participado. Todo ha cambiado porque antes los ladrones eran más cautos, entraban en las casas de día, aprovechando la ausencia de los dueños; entonces uno podía temer llegar y encontrarse la cerradura forzada y el hogar desvalijado, pero ya se sabe que el corazón siente menos cuando los ojos no ven. He de confesar que durante algunas semanas dormí con un ojo abierto, o sea, no dormí, con la angustia infantil de ser asaltada de improviso. En uno de estos desvelos reflexioné sobre mi temor nocturno–la noche, con su oscuridad y su silencio crea y agranda fantasmas (quién, de niño, no se ha despertado de una pesadilla en plena madrugada, y ha corrido ¡piernas-para-qué-os-quiero!, hacia el dormitorio de los padres)-. Recordé entonces aquel descubrimiento esencial, mi primera “penumbra”, aquel verano de la infancia cuando asumí la existencia de la muerte, de los ladrones y de las ratas de manera conjunta (hasta entonces creía que todos ellos pertenecían al mundo de los cuentos, como el Sueño de la bella durmiente, las Hadas, los Duendes y las Brujas malvadas).

Los Ladrones, las Ratas y la Muerte. Suma curiosa de elementos dispares, pero que en mi experiencia personal contaban con un denominador común: el pánico de encontrármelos sin previo aviso, de repente, como un susto; especialmente temía toparme con ellos en aquel momento en que me sentía más indefensa -la noche-, cuando no tenía cerca a mis padres y cuando los sentidos estaban aletargados, hundidos en la penumbra y en el sueño.

Ahora también tememos especialmente a los ladrones por la noche, cuando nada nos distrae y nos sabemos débiles ­—cuando no podemos gritar “¡Al ladrón!”-; momento que coincide con ese tiempo de quietud propicio para pensar en la Muerte, para temer que nos asalte de improviso, como una ladronzuela. Porque el día, con su luz y sus ruidos, con su engañosa normalidad, con las mínimas y atropelladas preocupaciones cotidianas, consigue eclipsarla y ocultarla detrás de los paneles multicolor, detrás de las músicas, del la tele y las tiendas; como si la luz nos hiciera inmunes al asalto de los ladrones, de las ratas... o de la Muerte.
Pero Manuel Machado lo advierte, de modo muy preciso, en este poema:

Y no será una noche
sublime de huracán, en que las olas
toquen los cielos…Tu barquilla leve
naufragará de día, un día claro
en que el mar esté alegre.
Te matarán jugando. Es el destino
terrible de los débiles…
Mientras un sol espléndido
sube al cenit hermoso como siempre.

jueves, julio 13, 2006

DE LA SIMPATÍA

Es sabido que Juan Ramón Jiménez no brilló por ser un hombre precisamente “simpático”; tampoco Unamuno, quien dicho sea de paso, lo reconoció de una manera ingeniosa y profunda:
«Ya sé que la sinceridad le hace a uno antipático; sé que soy profundamente antipático a mucha gente. Pero sé que es el único modo de ganarse la simpatía final»


Sin embargo, como yo no he tenido (ni tendré) el gusto de tratar a Juan Ramón, me interesa más el hecho de que, en 1936, defendiera la “SIMPATÍA” -no en la categoría adjetival que solemos utilizar (para referirnos a las personas atractivas de trato, entre las cuales ni Unamuno ni Juan Ramón se incluyen), sino más bien como sustantivo- como "armonía y concordia, respeto entre las personas”-, que el poeta consideraba condición necesaria y fundamental hasta en los actos más cotidianos y aparentemente triviales. Por contra, opinaba que la "antipatía", la falta de respeto al prójimo, es principio de violencia, de confrontación (y por la fecha en que lo dijo, no le faltaba razón):

«Si la armonía íntima, familiar, vecinal, existiera, no se llegaría nunca a la “antipatía”, el peor veneno del hombre, bebida de la guerra

El poeta cuenta, además, una anécdota (doble) autobiográfica a modo de ejemplo:

«El padre del pintor sevillano Javier de Winthuyssen, cuando tenía que pintar la fachada de su casa, mandaba al pintor a casa del vecino de enfrente a preguntarle de qué color quería que la pintara. Decía el viejecito encantador: “Él es quien ha de verla y disfrutarla; es natural que yo la pinte a su gusto.”

Y el revés del cuento :

«Una señora, a quien yo, pobre de mí, me quejaba en un “salón” de la imposibilidad de trabajar hondamente en Madrid con tantos ruidos callejeros y domésticos pianolas, escapes, altavoces, pitos, pregones…, me dijo: “Pues si yo fuera vecina suya, me estaría aporreándole con mi piano las doce horas del día, y si pudiera no dormir, las doce de la noche»
Con la consiguiente reflexión sobre el evidente contraste entre ambos casos:
«El primero, un hombre tan profundamente “simpático”, de un sentimiento tan poético, tan práctico, es difícil que declarase ni fuese nunca a guerra alguna, y era Almirante.
La segunda, esposa de un diplomático español, con su piano aporreador y su esquisito aporreo, ¡qué sentimientos poéticos y apacibles no habrá ido dejando tras sí por el mundo! […]

“La vida sin amor no se comprende”, dice una ronda de niños. La vida social sin amor, sin comprensión mutua, no debía de comprenderse tampoco, porque es la guerra y la peor de todas las guerras, pequeñas y constantes

domingo, julio 09, 2006

PERSONAS "HABITADAS"

Durante mucho tiempo me he preguntado qué tienen esos bellísimos espacios estáticos de Edward Hopper, habitados por silencios y personas que viven a solas sus nostalgias y melancolías, que apenas comparten un halo de luz artificial y la dudosa compañía de un camarero tedioso, para que siempre nos impulsen a imaginar la historia de sus personajes mudos y ensimismados, para lograr una poderosa «quietud inquietante»…
Se dice, con razón, que cualquiera de estos cuadros podría convertirse en un relato de Hemingway o de Dos Passos. Porque todos nos hemos preguntado, alguna vez... "¿A quién busca, a quién espera la chica que mira, lánguida, por la ventana? ¿Qué se dirían esa pareja del café desierto si fuera posible el encuentro visual? ¿Qué lee la mujer del camisón rosa, cabizbaja, sentada en la cama del hotel sin haber deshecho aún el equipaje?"
Curiosamente, comprendí mejor a este pintor después de leer el magnífico acercamiento a la dimensión de la "persona" de Julián Marías, que me llevó a la conclusión de que, en realidad, el mayor logro de Hopper no es pictórico, sino narrativo y filosófico. Sus espacios son enigmáticos porque están habitados por figuras que exhiben su dimensión personal, esto es, su dimensión proyectiva y argumental; son figuras evocadoras de una misteriosa historia personal... Porque, como dice el filósofo:

«El núcleo irreductible de la persona humana es su carácter proyectivo, es decir, la inclusión de lo que no es, lo futuro o, más bien, futurizo, dada su inseguridad, en su realidad misma, que por eso es radicalmente distinta de toda otra conocida. Por tanto, la persona es argumental, toda ella anticipación, apoyada en la memoria."

En esos interiores mudos de Hopper con ventanas abiertas (que aluden a sentimientos de soledad y frustración) las personas, atrapadas en estancias anónimas, viven un presente indiferente; parecen ausentes, pero no están vacías. Así, como la estancia estática, estas figuras inmóviles también tienen "ventanas abiertas", espacios que dejan ver una historia íntima que las hace plenamente humanas; su quietud nos inquieta porque sospechamos que estas personas también están "habitadas" por otras vidas, por otros silencios, por otras ausencias, en definitiva, por otras personas.
Al considerar la persona como «ámbito», Julián Marías llega a definirla como una «interioridad abierta»: la persona, además de poder estar «consigo misma» o «con otra persona», puede estar en otra persona, habitándola, accediendo al característico «patio abierto» andaluz que está dentro pero abierto. El filósofo describe esta idea con una imagen sumamente poética, gráfica y sugerente, propia de una escena de Hopper, que nos obliga a pensar en nuestras soledades habitadas ...

«Se puede entender a una persona “habitada” argumentalmente por otras, a lo largo de una vida. A diferencia de lo que Leibniz pensaba de las mónadas, las personas tienen ventanas. El papel de esas personas que nos “habitan” es excepcional y decisivo, y no es frecuente que se tenga conciencia clara de ello, ni siquiera por parte de la persona habitada. Esas personas pueden en algún sentido “pasar”, por el carácter sucesivo de la realidad personal, pero no puede olvidarse el otro carácter, la permanencia: las personas que han pasado, ¿en que medida y en qué forma han “quedado”?»
(Julián MARÍAS: Persona)

miércoles, julio 05, 2006

ELOGIO DEL VIVIR

Será porque es verano y me llega, a oleadas, el risueño bullicio de la costa mediterránea (en indecente contraste con la espinosa redacción de mi tesina, motivo de desvelos nocturnos), que voy necesitando buenas razones que me animen a amar el día a día del lento y costoso trabajo; sobre todo para reconciliarme con estas indomables tentaciones de abandonarme a una tarde hermosa, de sol, mar y poesía…
Al hilo del brillante ensayo de Mora-Fondos sobre la postmodernidad y sus "sonámbulos", vuelvo al poeta Joan Maragall, quien, además de denunciar nuestros inhumanos «automatismos», también lamenta que la mayor parte del tiempo estemos «dormidos», esto es, que no comprendamos la grandiosidad de nuestra cotidiana, monótona y minúscula vida. Algo que sí han aprendido los personajes de una preciosa película, La Fortuna de Vivir (1999), de donde traigo la fotografía que ilustra este texto. "Despertaremos", dice Maragall, cuando entendamos que hay que amar cada momento, lo que significa dar lo mejor de nosotros mismos no sólo en el amor, sino también en cada acto de nuestro oficio y vocación, amar, al fin y al cabo, aquello para lo que servimos:

«Esfuérzate en tu quehacer como si de cada detalle que piensas, de cada palabra que dices, de cada pieza que pones, de cada golpe de tu martillo, dependiera la salvación de la Humanidad. Si olvidado de ti mismo haces cuanto puedes en tu trabajo, haces más que un emperador rigiendo automáticamente sus Estados, haces más que el que inventa teorías universales para satisfacer sólo su vanidad, haces más que el político, que el agitador, que el que gobierna.»

Asumo el riesgo de que se me llame ingenua, y confieso que, después de haber conocido deprimentes teorías existencialistas, para la pregunta «¿Qué es vivir?» me basta una respuesta tan sencilla y entusiasta como la que da Maragall —escritor que también vivió en el bombardeado siglo XX, como los ceñudos Sartre y Heidegger…—

«Vivir es desear más, siempre más; desear, no por apetito, sino por ilusión. La ilusión, ésta es la señal de la vida; amar, esto es la vida. Amar hasta el punto de poder darse por lo amado. Poder olvidarse a sí mismo, esto es ser uno mismo; poder morir por algo, esto es vivir. Sólo el que puede darse, el que ama, en una palabra, está vivo. Y entonces no tiene sino echar a andar. Ama, y haz lo que quieras
(MARAGALL, Joan: Elogio del vivir)

Reflexión que me lleva, de nuevo, hasta mi poeta lunático y su elogio del «trabajo gustoso», a mi Juan Ramón Jiménez, cuya neurastenia no le impidió escribir versos tan luminosos y vitalistas como éstos, que son mi poético consuelo y mi estímulo diario...

«No dejes ir un día
sin cojerle su secreto, grande y breve.
Sea tu vida alerta
descubrimiento cotidiano,
Por cada miga de pan duro
que te dé Dios, tú dale
el diamante más fresco de tu alma»

sábado, julio 01, 2006

AUTOMATISMOS






«Vivir es aquel impulso de ser, que en lo que ya es se resuelve en esfuerzo por ser más».
Tras este brillante inicio, Joan Maragall se dispone a denunciar que la mayor parte del tiempo no estemos suficientemente VIVOS, debido a nuestra tendencia –inhumana tendencia— a vivir a merced de cómodos automatismos:

«desde nuestra fe en Dios hasta el acto de cortarnos las uñas, pasando por el amor (o lo que llamamos amor), el Estado, las leyes, las costumbres, el arte, la ciencia, las palabras, los hechos, todo se nos vuelve automático».

Del abuelo al nieto (caso penoso, el de los Maragall, que pone en entredicho el «De tal palo, tal astilla») y de la Poesía a la Política... Numerosas encuestas nos indican que la política “no interesa” —véase el índice de abstención en el referéndum para el estatuto catalán— y mi corta experiencia ya me ha mostrado una opinión generalizada, al menos entre los jóvenes: «el país, la sociedad, el mundo, funciona y seguirá funcionando… por “inercia”, independientemente del gobierno y de las leyes que nos amparen...»
Y de la Política a las Relaciones Humanas. Tal vez deba preocuparnos aún más que el automatismo reine hasta en las relaciones humanas; hecho que advierte Natalia Ginzburg y que ha de alarmarnos, precisamente porque lo más grande no se sostiene sin lo más pequeño…

«Poco a poco ocurre que las relaciones humanas nos resultan hasta demasiado fáciles, hasta demasiado naturales y espontáneas, tan sin esfuerzo que ya no son riqueza, ni descubrimiento, ni elección, son sólo costumbre y complacencia, embriaguez de naturaleza.
Las relaciones humanas deben descubrirse y reinventarse todos los días. Debemos recordar siempre que toda clase de encuentro con el prójimo es una acción humana y, por lo tanto, es siempre mal o bien, verdad o mentira, caridad o pecado.»
(Natalia GINZBURG: Las pequeñas virtudes)